sábado, 22 de marzo de 2008

Hoy me han enviado el siguiente texto. Ha sido mi hermano Javier, con el que he compartido 30 años de jugar al rugby.

No he podido resistirme, y aunque el blog es de modelismo, tambien es mio, y el rugby ha sido, y sigue siendo, una parte fundamenteal de mi ser.

A lo mejor os ayuda a ubicarme un poco mejor.

Evidentemente yo también fuí delantero.


Es célebre la arenga del galés Phil Bennett a sus compañeros antes de un partido contra Inglaterra en los años 70:
"'Mirad lo que estos bastardos le han hecho a Gales. Se han llevado nuestro carbón, nuestra agua, nuestro acero. Compran nuestras casas y sólo las usan una quincena al año. ¿Y qué nos han dado ellos? Absolutamente nada. Hemos sido explotados, violados, sometidos y castigados por los ingleses... Caballeros, contra esos tipos jugamos esta tarde".
En el rugby hay individuos de locuacidad expansiva, ingeniosos, emotivos, comunicadores. Elementos capaces de la charla política -como Phil Bennett- y del arte de la guerra en palabras. También los hay que se comportan de un modo siempre críptico, silencioso, con una cautela formal que anticipa el atroz engaño del hombre tranquilo: a menudo los callados son los más peligrosos en el campo. No exponen al aire de las palabras ni sus razonamientos ni sus dudas; no someten a consideración ni a aviso alguno sus acciones. Hacen lo que deciden en callada reunión consigo mismos. Sin advertencia ni amenaza previa. Tal vez pegarle un cabezazo al contrario de la otra línea cuando se agache en la melé; o vaciarle la sien de sangre con un puñetazo de vuelo corto en un agrupamiento; o bien bailarle claqué sobre la espalda si tiene la fortuna de que su equipo arrastre al contrario y le pase por encima en una jugada cualquiera.
Bajo la apariencia de una reunión de animales y psicópatas del dolor, los vestuarios de rugby de todas las categorías, edades y países están repletos de filósofos ocultos, de pensadores surreales y de genios periféricos. Tipos de razonamientos singularísimos y una aplastante lógica que atraviesa la realidad en dirección trasversal. El rugby está lleno de personajes. No hay lugar en el que yo me haya reído más que en un vestuario de rugby, en una cena de rugby, en un autobús de camino o de regreso de un partido de rugby. Tampoco hay un lugar en el que me haya emocionado más. La primera vez que gané un partido, un partido cualquiera, me puse a llorar en silencio cuando acabó. Jugar al rugby era extraordinario; ganar, era la hostia. La otra tarde, 15 años después, hice dos ensayos en Teruel, suceso sin precedentes en la historia de este juego, y después del segundo volví hacia mi campo con un nudo en la garganta.
Los tres cuartos (veloces, ágiles, habilidosos, bien dotados para el deporte y para el amor físico) jamás podrán alcanzar a entender lo que significa para un primera línea meter un ensayo. Ni siquiera los terceras lo comprenden. Es algo así como una condecoración emocional que remata el sufrimiento del partido. La sospecha mutua entre los jugadores de la línea de tres cuartos y el paquete de delanteros forma parte de la historia del rugby y está expresa en muchos renglones de la literatura que ha dado este deporte: "En 1823, William Webb Ellis cogió el balón con las manos y echó a correr con él. Y durante los 156 años siguientes, los delanteros han intentado comprender para qué". Eso lo dijo Sir Tasker Watkins (1979), héroe galés de la II Guerra Mundial y presidente de la federación de ese país en los noventa. El inglés Lionel Weston añadió en cierta ocasión: "No sé para qué juegan al rugby los pilares". Una desconsideración notable, sobre todo viniendo de un medio de melé. El medio de melé es la correa que distribuye los balones que gana la delantera y los lleva hacia los tres cuartos para que el juego fluya. También ha de actuar como Pepito Grillo de los gordos y en cierto modo hacerles de brújula, indicándoles dónde deben empujar, dónde han de ir al siguiente agrupamiento, hacia qué lado ha ido la pelota. Su juego contempla dos obligaciones ineludibles, una en el campo y otra fuera. En el campo, ha de usar bien y rapidito las pelotas que con el sudor de sus huevos ganan los delanteros, sobre todo para que los de atrás puedan dejarla caer cuanto antes y así permitir a los delanteros el placer de otra melé; fuera, debe pagarles cervezas -sobre todo a los primeras líneas- para que éstos le mantengan su consideración especial. También conviene que el medio de melé se meta a veces en el lío con ellos durante los partidos; jamás va a ser un delantero, ni siquiera un delantero honorario, pero gestos así unen mucho a un paquete con su número 9.
Un primera línea puede fácilmente pasarse el partido sin tocar la pelota ni una sola vez, aunque no debería. A cambio empujará, trabajará, agotará su aliento, mancillará sus riñones y los del contrario si puede y escupirá sobre la tumba del primera línea rival al que arrastre con su empellón. Un tipo que pasa el partido así, encadenado en la sala de máquinas, tiene derecho a sospechar de un tres cuartos que no acaba una jugada. En efecto, parafraseando al francés Pierre Danos (al que en sus tiempos apodaban Dominguín por la gracilidad torera de su juego), el rugby se divide entre los que tocan el piano y los que empujan el piano. Los delanteros somos los que carecemos de oído.
A menudo también desconocemos o dudamos de las reglas del juego. O acaso las pasamos por alto para darnos el gusto de una agresión a escondidas; preferimos un golpe de castigo por una retención -con el consiguiente riesgo de ser pisados o magullados- antes que entregarle la pelota al rival en ventaja. En el desconocimiento de las reglas, así, concurren el desinterés y la conveniencia. Lo expresó muy bien el genial galés Jonathan Davies en 1995: "Creo que te diviertes más si ignoras el reglamento; en todo caso, si lo haces estás igualado con los árbitros". La otra tarde, en Teruel, el pilar contra el que me pasé la tarde chocando se quejó en una melé: "¡Eh, que los pilares no pueden talonar...!". ¿Quién te ha dicho eso?, le contestamos. Es un caso extremo. En ese momento creí comprender que su sospechosa costumbre de cruzarme la cabeza en cada melé -con lo que conseguía golpear la mía antes de que chocaran nuestros hombros, actitud muy típica- no era en realidad deliberada. Un par de veces estuve a punto de sacar mi gancho de izquierda para retratarlo, pero atribuí el caso a su inexperiencia y lo indulté. Tal vez a alguien le parezca que la violencia no lleva a ningún lado. Yo les digo esto: puede que ahí afuera estemos en el siglo XXI, pero en el campo de rugby no hemos pasado de la jodida Edad Media. En el campo no hay lugar para la condescendencia ni para segundos pensamientos. Esa es mi filosofía. Además, ya lo dijo Pierre Berbizier: "Si no aguantas un puñetazo, mejor te vas a jugar al tenis de mesa".

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